Momento uno: Mark Wahlberg y la portentosa Julianne Moore filman una escena porno. Detrás de cámaras, en llamas, está Scottie. Apenas puede respirar. Daría la vida por estar en lugar de Julianne y se le nota a la legua.
Momento dos: Earl Partridge (el gran Jason Robards) se muere inexorablemente y Phil, enfermero a cargo, se retuerce las manos. Phil necesita hacer algo por el viejo Earl. Hay mucho más que empatía en él. Es la actitud de un buen hombre. Nada menos.
Momento tres: Lancaster Dodd ejerce la más irresistible de las influencias. Sus miradas, sus silencios, penetran en las almas. Y el cruce con Freddie Quell (Joaquin Phoenix) representa el formidable duelo de vastos mundos interiores. ¿Qué hay en ellos? No estamos muy seguros de querer saberlo.
Tres momentos, tres personajes. Los concibió Philip Seymour Hoffman bajo el radar de Paul Thomas Anderson. De la riquísima carrera de PSH, Scottie, Phil y Dodd ofrecen un valor agregado. Es la colaboración del cineasta (Anderson) con el actor que interpreta su visión (PSH). Gracias a esta clase de felices conjunciones se construyen las mejores cinematografías.
Dicen que el Willy Loman que PSH encarnó sobre las tablas hizo de “Muerte de un viajante” una experiencia única. Se dicen muchas cosas, pero hablando de PSH no pueden surgir dudas.
PSH ganó un Oscar gracias a Truman Capote. Sí, hizo un notable Capote, dirigido por Bennett Miller, pero Hollywood es tan incomprensible que, en paralelo, Toby Jones también hizo un gran Capote. Lo más probable es que, donde quiera que esté, Truman haya metido mano en ese juego.
A PSH lo vimos aquí y allá. Hizo de todo durante veintipico de años. ¡Hasta actuó en “El gran Lebowski”! Y fue un soberbio secundario, al igual que infinidad de actores de culto. De esos capaces de capturar un personaje al vuelo, exprimirle la última gota de tinta al guión y sazonar el pastel con puro talento.